19 de agosto de 2010

~EL LAZO QUE NOS UNIÓ~
Por:
PukitChan
3




Entreabrió sus finos labios para dejar escapar un suspiro, intentando leer la página de su libro sin mucho éxito. Dejó caer su cuerpo hacia atrás, recargando todo su peso en el respaldo de la silla en la que estaba sentando. Sostuvo un lápiz entre sus dedos, rayando en la parte inferior de la hoja un nombre que no era el suyo.

―Paul… ―susurró, leyendo sus deformadas letras. Mordió su labio inferior, recorriendo con la vista a la diminuta mesa que se halla frente a él, hasta localizar su celular. Comprobó la hora, calculando que debían faltar más de quince minutos para que el chico que ahora ocupaba sus pensamientos, llegara.

Paseó sus ojos, impresionado de que la cafetería estuviera llena de estudiantes, pero sintiéndose más solo que de costumbre. Su atención se centró en un grupo de jóvenes de último grado que reían escandalosamente, seguramente disfrutando de sus últimos días en la institución. Diego sintió que su corazón se oprimía al rememorar que también Paul se iría.

En los últimos meses, desde que en el baño había sido aceptada su oferta de amistad, Paul y él habían logrado entablar una sólida relación pese a sus dos años de diferencia y sin darle demasiada importancia a la única cosa que tenían en común: los peces.

Aun así, Diego sabía que no era precisamente el confidente del otro, por más que le gustaría serlo. Cuando miraba a Paul a lo ojos, descubría que había algo que lo lastimaba, algo que en los últimos tiempos lo obligaba a impedir que las personas lo tocasen siquiera.

Sacudió sus cabellos castaños, haciendo una negación. Había estado pensando demasiado en Paul desde que, dos semanas antes, finalmente había aceptado que el chico le gustaba. Es cierto que nunca antes había sentido alguna clase de atracción por otra persona, pero el día que lo vio platicando con una joven de su mismo curso, tuvo la terrible necesidad de ir corriendo y alejarlo de esa arpía que le sonreía estúpidamente. Eso no podía ser una simple relación de amistad, ¿verdad?

Enojado, borró de su libro el nombre anteriormente escrito. ¿Qué ganaba con aceptar que lo que sentía por Paul era más que cariño? Pese a que nunca lo había visto salir con una chica y el maldito nunca hablara de su vida sentimental, obviamente no sentía atracción por los de su mismo género. Paul no era así… aunque hasta hace poco, Diego tampoco imaginaba que él fuera así.

―¿Y ahora tú que tienes? ―se sobresaltó avergonzando al escuchar esa voz. No era necesario levantar el rostro para ver al emisor, sabía perfectamente quién era.
―No… nada ―respondió, tratando de no tropezar con sus palabras, cerrando rápidamente el libro a pesar de que la evidencia había sido borrada―. Sólo pensaba en cosas estúpidas.

Paul se encogió de hombros con una sonrisa en los labios, sentándose en la silla libre y aventando su mochila a la mesa. Ninguno habló por varios minutos, temiendo que algún tema incomodo se hiciera presente.

―Siempre tan solo ―comentó alegremente el mayor―. ¿Qué harás ahora que yo ya no esté, eh?

Diego lo maldijo internamente, no era necesario que le recordara indirectamente, que se había vuelto como uno de los tantos cuadernos que llegó a utilizar, pero tarde o temprano, sería botado a la basura.

―Seguramente seré el mismo inadaptado de siempre ―respondió en un murmullo―. No es que las cosas vallan a cambiar mucho sin ti aquí.
―Me alegra escucharte decir eso ―dijo, con demasiada sinceridad en su tono―. Quería platicarte de algo parecido.
―¿Eh? ―Diego se animó a verlo, sintiéndose extrañamente asustado por esas palabras. Tal vez Paul se iría a la universidad, pero eso no significaba que dejarían de verse para siempre, al menos, ésa era su esperanza.
―Me voy a mudar… lejos… terminando la escuela, ya no podré verte más.

Diego sabía que debía hacer algo, una reacción, una palabra, algo… pero no podía. Era como si el mundo se hubiera detenido, mientras su mente reproducía infinitamente la voz de Paul. ¿Irse? ¿No volver a verse? ¿Nunca? Lo miró fijamente, sus facciones hermosas, sus cabellos y ojos oscuros, los labios que repentinamente anhelaba besar… los sentimientos que suplicaba transmitir.

―Pe-pero… ¿Y la universidad? ―replicó, en un débil y patético intento de interferir en su decisión. Paul negó rápidamente, sin perder esa sonrisa que siempre lo había caracterizado.
―No pienso ir. Es imposible. ―Levantó su mano, para acariciar los cabellos castaños del menor, que seguía sumergido en el dolor.
―Entonces… ―pronunció, sin poder esconder el trabajo que le costó hallar su voz―, ¿por qué te vas?
―No importa ―exclamó y después miró a Diego, riendo―. ¡Oye, no pongas esa expresión! ¡Nadie se está muriendo!

«Mi corazón sí –pensó―, pero es porque tú lo acabas de asesinar»

―¿Ya no piensas cambiar de idea? ―preguntó, rogando porque le diera una esperanza―, ¿de verdad nunca te volveré a ver?
―Diego, es mejor así. Además, sólo soy una persona más como todas las que han cruzado en tu vida. Amigos van y vienen, verás que no me extrañaras por demasiado tiempo.

¿Eso era posible? ¿Dejar de pensar en un amor que ni siquiera tuvo el desdichado placer de comenzar? ¿Por qué Paul piensa que sólo es uno más? ¿Así terminaría…? ¿Sólo un adiós y ya?

―Está bien ―dijo demasiado rápido, mirando hacia otro lado. Sabía perfectamente que si sus ojos se encontraban, tal vez saldrían unas lágrimas inútiles. No quería, ni debía hacerle saber a Paul cuanto le lastimaba su partida. No deseaba que sus sentimientos fueran transparentes cuando ya ni siquiera valía la pena demostrarlos.

Paul entrecerró sus ojos, intentando juntar valor para dar la verdadera explicación de su mudanza. Lo reconsideró ¿Para qué? Probablemente si se lo decía a Diego, terminaría alejándolo de su lado antes de tiempo.

―Hablemos de otro asunto, ¿de acuerdo? ―ofreció el mayor.
―Sí… ―coincidió Diego, pero se entretenía admirando lo que sucedía a su alrededor.
―Unos amigos y yo pensamos hacer una fiesta antes de salir ―comentó, buscando llamar la atención del castaño―, ¿te gustaría venir?
―Pero es su fiesta ―apuntó, por fin animándose a regresar su atención al chico―. Probablemente quieren… no sé, recordar sus momentos estudiantiles mientras se embriagan con desesperación.

Paul rió con ganas, recordando una fiesta antigua, donde había terminado vomitando sobre la ropa de un completo desconocido, el cual ni siquiera se dio cuenta por tan borracho que estaba.

―Anímate, después de todo, esa fiesta es para despedirme de mis amigos y quiero creer que tú eres uno de ellos.

Genial, ahora Diego no hallaba la forma de escapar de la invitación. No podía fallarle a Paul, era como el último favor que le estaba pidiendo.

―De acuerdo ―aceptó, cruzando sus brazos como si tuviera frio pese al intenso calor del, repentinamente, triste día―. ¿Cuándo es?
―El próximo viernes… ¡Hasta amanecer! ¡Diego, quiero verte tomando! ―gritó, seguramente entusiasmándose antes de tiempo con la idea.
―Seguramente mi padre no se opondrá… pero querrá irme a recogerme o algo así… ―meditó en voz alta, más para si mismo que para Paul.
―Podrías quedarte en mi casa ―ofreció rápidamente al escuchar las divagaciones del otro.
―¿Qué? ―preguntó, intentando que el chico volviera a repetir sus palabras, no porque no las hubiera escuchado, más bien porque no las creía.
―La fiesta es a unas cuadras de mi casa ―explicó, haciendo un ademán con sus manos fuertes―. Nos quedamos ahí y podrías llamar a tu papá, para que no tenga problemas.
― ¿De verdad? ―Su entusiasmo se hice evidente, pero no la razón: conocer la habitación de Paul. Sí, era un infantil motivo, pero al menos lo hacia feliz.
―Sí ―afirmó―. Y no te sentirás incomodo, mis padres no estarán el fin de semana. ¿Y bien? ¿Qué dices?
―Está bien.


Diego se sonrojó ligeramente, al comprender que estarían solos. Su mente se negaba a creer que en esa noche de fiesta podría pasar algo entre ellos… pero su corazón creía en las extrañas vueltas del destino.

18 de agosto de 2010

~EL LAZO QUE NOS UNIÓ~

Por:

PukitChan

2



Abril de 1997




Diego bajó su mirada hasta el viejo reloj que adornaba su muñeca izquierda. Ya pasaban de las tres de la tarde y el día escolar había terminado hacía un buen rato, pero las actividades del club de arte, le habían permitido continuar dentro de la escuela.

Suspiró pesadamente, caminando sin muchos ánimos. Los vidrios que adornaban cada uno de los salones reflejaban a un joven que apenas alcanzaba a cubrir la imagen de sus quince años: estatura promedio, de cabello castaño claro, mirada inocente y atractivo normal. No era alguien atlético, ni mucho menos el tipo de adolescente por el que todas las chicas volteaban. Sencillamente era alguien más que prefería pasar desapercibido para el mundo. Tal vez, lo único que lo podría hacer resaltar un poco más de los limites permitidos, eran sus hermosos y profundos ojos verdes.

Levantó su rostro cuando llegó al lugar deseado; la parte posterior de la escuela, lugar dónde un hermoso árbol imponía su presencia. Sonrió para si mismo, satisfecho de lo que veía. Desde hacía tiempo quería dibujar aquel ser y el día se había ofrecido para permitírselo.

Se sentó sobre el pasto, alejado del árbol para poder apreciarlo correctamente. Sacó su cuaderno y un lápiz, disfrutando del ligero viento y los murmullos que se escuchaban a los lejos, seguramente provenientes de los chicos que se encontraban practicando deportes. Sacudió su cabeza en un intentó de concentrase y comenzó a trazar las líneas de lo que sería su boceto. Le gustaba hacer eso; perderse por completo en sus creaciones, ignorar el mundo a su alrededor y sólo ser él y las líneas del lápiz.

—¡Amigo, disculpa! —gritaron a lo lejos. Por inercia, elevó su rostro para mirar lo que había perturbado su amado silencio. Lo primero que sus ojos encontraron fue un balón de futbol que estaba a unos dos metros de distancia de él; luego, un chico de elevada estatura y cabellos negros que al parecer se dirigía a él, por las señas que hacia con la mano.
—¿Sí? —contestó estúpidamente alto, pues era obvio lo que iban a pedirle.
—¿Podrías pasarnos el balón? —pidió con una brillante sonrisa que se vislumbraba pese a la distancia.

Parpadeó por breves instantes, como si no comprendiera lo que le habían dicho. Después, asintió con la cabeza, dejando a un lado su cuaderno y poniéndose de pie sin dejar de mirar al chico alegre. Buscó el balón y lo analizó, aunque realmente no había nada que analizar. Mordió su labio inferior buscando hacer su mejor esfuerzo pues la razón por la que no pertenecía a algún club deportivo era simple: no había nacido para eso.

Una joven que cruzaba por ahí, era ajena a lo que estaba ocurriendo hasta que, siguiendo a sus instintos, colocó su cuerpo en una posición de defensa cuando su vista logró captar un objeto redondo que se acercaba a ella rápidamente. Un golpe directo y doloroso en su brazo fue lo único que alcanzó a sentir, abriendo sus ojos lentamente para divisar lo que la había golpeado; un balón de futbol.

—¡Lo siento! —Diego, desde donde estaba, gritó asustado y avergonzado por la trayectoria que había tomado el balón cuando fue pateado por él. La chica por su parte sólo negó con la cabeza y siguió su rumbo, sobando su brazo. A lo lejos, las risas incontenibles del joven de cabellos negros se escuchaban dulces y serenas, pero aun así, humillantes.

«Esto es ridículo —pensó abochornado—, seguramente cree que soy un idiota y cuando regrese, le contará a todos sus amigos la anécdota del niño que no sabe patear decentemente una pelota. Sí, claro, era lo que me faltaba, ser el hazmerreír de un equipo deportivo»

Pero, contrario al rumbo de sus pensamientos, el chico sencillamente corrió por el balón que tomó entre sus manos y lo miró. Sólo en ese momento, Diego se percató del atractivo físico que acompañaba a esa contagiosa sonrisa.

—¡Eres gracioso! —declaró rápidamente, antes de dar la vuelta y comenzar a correr en dirección a las canchas.

Sin saber que hacer, se quedó quieto mientras el otro chico se perdía a lo lejos y sin darse cuenta de que ahora sus labios formaban una tímida sonrisa. Negó con la cabeza intentando recuperar su inspiración y volvió su cuerpo hacia donde estaba sentado anteriormente con el boceto de su dibujo, para lograr completarlo.

…esa tarde, el profesor encargado del departamento de arte, fue el único que pudo admirar un detalle extra en el dibujo de uno de sus alumnos: bajó el precioso árbol, retratado con una exactitud impresionante, se hallaba un joven de cabellos oscuros y contagiosa alegría.





Una pequeña gota helada cayó en su rostro, recorriendo con lentitud su mejilla. Instintivamente, Diego llevó su mano a donde la humedad se sentía, limpiándose la gota sin sorpresa; toda la noche anterior había llovido y aunque había llegado un nuevo día, eso no parecía ser suficiente para espantar a las nubes grises. Exhaló, notando que su aliento era visible gracias a la frialdad y calculando mentalmente si sería posible llegar a la escuela sin terminar empapado.

Aceleró el paso casi con la misma velocidad con la que el agua caía del cielo. La última cuadra, cuando la institución ya era visible, se tuvo que obligar a correr con la mochila golpeando insistentemente su espalda húmeda. En cuanto entró a la escuela, se dirigió al baño, ansioso de intentar secar sus cabellos mojados que se pegaban a su cara por más que los retirara. Dejó caer su mochila al lado del lavabo, mirándose en el espejo del, extrañamente, solitario lugar. Se quitó el suéter que lo cubría mientras sacudía con fuerza la cabeza; limpió su rostro sin mucho cuidado, hasta que el reflejo le mostró a sus ojos verdes algo que paralizó sus movimientos.

Saliendo de uno de los sanitarios, el chico de cabellos negros que había conocido días atrás, miraba el suelo con una expresión que no lograba descifrar si era de terror o preocupación. Y a pesar de que Diego lo miraba sin discreción alguna, el otro parecía no haberse dado cuenta de su existencia, sencillamente se dirigió al lavabo, donde lavó sus manos para después enfriar así su rostro.

—Si quieres mojarte, basta con que salgas… —murmuró Diego, con cierto desgano y enojo. El otro desvió por primera vez sus ojos oscuros hacia el castaño, sin lograr reconocerlo.
— ¿Perdón? —articuló extrañado.
—Bueno —explicó, señalando su cabello—, yo entro aquí para secarme y tú estás haciendo lo contrario. ¿Sabes? Allá afuera se está cayendo el cielo.

No le respondió. Se limitó a mirar esos ojos verdes, apretando con fuerza el sobre blanco que traía en su mano derecha con el sello de un hospital poco conocido. Intimidado, Diego desvió su mirada hasta su mochila, levantándola del suelo y acomodándola en su hombro derecho, donde después se echó encima su suéter para retirarse en silencio.

—Oye —dijo, deteniéndose a si mismo, girando su rostro para ver al otro—, sé que no es de mi incumbencia, pero… ¿Estás bien?

El chico se dio la media vuelta sin expresión alguna en su atractivo rostro.

—No, no estoy bien —exclamó—, pero no hay nada que se pueda hacer al respecto.

Diego guardó silencio unos segundos, antes de tomar una decisión. Caminó, acercándose al joven que pese a la aparente calma de su voz, parecía, se estaba muriendo de miedo.

—Puedo ser tu amigo —ofreció ante la muda sorpresa del otro—. Me llamo Diego.

Increíblemente, el chico esbozó aquella sonrisa alegre que el castaño recordaba como la primera vez que lo vio.

—Paul. Mi nombre es Paul.

17 de agosto de 2010

~EL LAZO QUE NOS UNIÓ~

Esta historia en particular, fue escrita con otro propósito el cual nunca cumplí, pero dado que le tengo cariño... ¿Por qué no compartirla con los silenciosos visitantes de este lugar?

Relato homoerótico.

Sip, es mía, yo la escribí, es rara, no es interesante. Después de las advertencias, aquí seguirá si se animan a leer.



~EL LAZO QUE NOS UNIÓ~

1



Me pregunto si aún vivirás.

No lo sé, pero me gustaría que la respuesta fuera negativa. Por favor, no me malinterpretes, no creas que te deseo la muerte. Sólo anhelo que en estos momentos, no estés sufriendo.

Algo dentro de mí me dice, que tú también hubieras pedido lo mismo para mí, si es que lo supieras.

¿Puedes creerlo? Jamás te enteraste de que en realidad, estamos unidos por el profundo dolor de padecer la misma enfermedad que tarde o temprano, tenía que acabar con nuestras jóvenes vidas. Después de todo, tener veintinueve años no es ser viejo.

Creo que por fin he llegado al final del camino. Sólo lo sé. Es uno de esos presentimientos que generalmente son correctos. Me temo que esta vez no podré salir victorioso aunque sabía de antemano, que en la batalla final, yo sería el derrotado.

Por eso estoy recordándote con más frecuencia de la que lo había hecho en los últimos años. Aunque ni siquiera te lo imagines, siempre pienso en ti. No te rías, no es gracioso. Muchos me dijeron que te odiara, pero simplemente no pude hacerlo por más que lo intenté.

Primero te culpé a ti. Después a mi y a mis sentimientos, llenándome de los tan estúpidos «si hubiera…»

El tiempo purificó mi rencor. Me entregó la aceptación de la realidad que estaba entre mis manos. No podía llorar más, ya nada se podía arreglar. Sólo me quedaba esperar y tratar de vivir todo lo que me fuera posible.

Lo hice. Ahora trato de no arrepentirme de nada. Actué lo mejor que mi infantil mente me permitió. No era lo que deseaba para el futuro, pero fue lo que me tocó vivir.

Seguramente estás sorprendido de que terminé aquí. Yo también lo estuve hace mucho tiempo, ya no importa. Ha llegado la hora de la despedida, pero me gustaría pensar que en realidad estás aquí, esperando por mí, tomando mi mano en silencio y dispuesto a escuchar el último relato que soy capaz de pronunciar.

Sí, es mi historia favorita. No es la más romántica, ni tampoco la más interesante, pero para mí, no hay ninguna que se le pueda comparar… porque es la nuestra.